Asociación Por la Sonrisa de un Niño, España en Camboya 2014. ONG española inscrita en el Registro Nacional de Asociaciones con el número 584 943 © 2014 Por la Sonrisa de un Niño. Todos los derechos reservados.
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APRENDIENDO DE LOS JEMERES El segundo día, fue emocionalmente más tranquilo pero físicamente mucho más cansado. Nos despertamos con alegría para continuar: lograr que la casa estuviera lista a tiempo. Pero, tras dos horas trabajando al sol entre el calor y la gran humedad, nos dimos cuenta de lo dura que iba a ser la jornada. Afortunadamente, en los momentos de descanso para tomar un poco de agua, siempre estaba Daro haciendo alguna travesura que nos hacía reír.
El proyecto Construction Team comenzó a funcionar en verano de 2015: se construyeron dos casas y fueron rehabilitadas cinco más. Deseamos que este proyecto continue funcionando y en breve relatar nuevas experiencias.
Alejandra, estudiante de arquitectura y monitora del Programa de Continuidad Escolar en Camboya 2015, nos ilustra con su detallado relato acerca de cómo es la trepidante labor del equipo de construcción de PSE durante el verano; otra interesante vertiente del desarrollo del Programa de Continuidad Escolar. CONSTRUIR UNA VIVIENDA SOBRE LA BASURA Recuerdo perfectamente el momento en el que me dijeron que formaría parte del equipo de construcción durante la siguiente semana. Una parte de mí no se lo podía creer. Sabía que PSE me estaba dando una gran oportunidad para intentar entender mi sentido como profesional, y así fue. El lunes a las 6:30, después de haber estado dos semanas trabajando directamente con niños en uno de los subprogramas, me acerqué con mis dos compañeros del equipo de construcción —Jacobo y Pablo— a recoger el material para luego dirigirnos al barrio donde se encontraba la casa. Junto con el casco, los guantes, las botas y gafas de protección, nos dieron una mascarilla y nos advirtieron que era muy probable que la fuéramos a necesitar: desde mi inocencia, pensé que nos la daban para protegernos del polvo; sin embargo, cuando llegamos a la pequeña casa de 13 m2 donde vivía aquella familia de nueve personas, nos dimos cuenta de que la vivienda estaba literalmente encima de una profunda y amplia laguna oscura de desechos, debajo del suelo había agua mezclada con basura recolectada y depositada durante muchos años. El estar allí parecía una situación surrealista. Nos encontrábamos frente a una casa mínima, con un olor desagradable y el reto de tener que construir nuevamente la casa en sólo cuatro días. Tuve sentimientos encontrados: por una parte la indignación de ver el estado en el que vivía aquella familia y por otra, las ganas de intentar cambiar esa situación; ello hizo que me llenara de una energía imparable que perduró durante toda la construcción.
EL TRABAJO DURO Y LA SONRISA DE DARO El primer día, fue una explosión de emociones contradictorias. Ignorábamos con qué nos íbamos a encontrar allí. Recuerdo que cuando nos presentamos por primera vez en la casa, atravesamos un largo pasillo que estaba lleno de niños que corrían de un lado a otro. Me fijé en uno de ellos que tenía una risa muy particular y una actitud como si siempre estuviera tramando algo. Se llamaba Daro y era uno de los hijos más pequeños de la familia a la que le íbamos a reconstruir la casa. Ese pequeño diablillo con aquella risa incesante terminó convirtiéndose en mi principal fuente de energía durante esos días. Después de recorrer el eterno pasillo, llegamos a la pequeña casa cuyas paredes eran telas de pancartas recicladas y algo de chapa, y donde no había ningún tipo de sistema eléctrico, fontanería y mucho menos de saneamiento. Recuerdo que pisábamos con cuidado porque la madera del suelo estaba tan podrida que en cualquier momento podía ceder. Inmediatamente nos acercaron las herramientas para poder trabajar. El proyecto se planteaba así: el primer día demoler la casa y poner los nuevos pilares; el segundo, el suelo; el tercero, el techo; y el cuarto, las paredes. Estábamos trabajando tres voluntarios europeos y tres jemeres, entre ellos, el dueño de la casa. Siguiendo el esquema, nos pusimos a derribar las paredes y el techo. Comenzamos a trabajar con energía y entusiasmo. En cierto momento, el dueño de la casa me pidió que le acercara la herramienta, un martillo, con la que yo estaba trabajando. Una vez más, mi inocencia me confundió y me hizo creer que el hombre lo necesitaba para alguna tarea en ese momento, hasta que me percaté que en la cultura camboyana las mujeres no realizan tareas en el área de la construcción. Vi como el hombre agarraba mi martillo e inmediatamente lo dejaba en el suelo. No sabía qué hacer. No quería que sintiera que le faltaba el respeto, pero yo estaba allí por una razón: para ayudar y apoyarlos, no podía permitir que una diferencia cultural me lo impidiera. Decidí entonces que aquello no me iba a afectar, cogí mi martillo y me puse a derribar las antiguas paredes.
El equipo de construcción, Alejandra y Jacobo, asentando los últimos pilares.
CELEBRACIÓN BAJO EL NUEVO TECHO El último día me levanté con una sensación un poco rara. No faltaba nada para acabar la casa, la familia estaba feliz y emocionada y se respiraba alegría en el barrio. Mientras construíamos, la madre de Daro, la dueña de la casa, traía a sus amigos y conocidos para que vinieran a ver su nuevo hogar. Daro también invitó a sus amiguitos y se quedaron todos en una esquina observando como trabajábamos. Jamás olvidaré las caras de asombro que tenían. Parecía mentira, pero por un instante el pequeño Daro estaba tranquilo y sólo miraba con atención cómo su casa estaba a punto de completarse. Ese mismo día, cuando estábamos poniendo las paredes, el dueño de la casa me acercó una herramienta para que yo pudiera continuar trabajando. ¡No me lo podía creer! Mi corazón se aceleró y sentí una felicidad plena. El jemer me había aceptado como parte de su equipo y con ese gesto demostraba que estaba agradecido. Ese día, en el tuk-tuk —vehículo típico camboyano— que nos llevó de vuelta a PSE, sólo pensaba en Daro, en su familia y en esos cuatro días que habían transcurrido tan rápido. Sentía que mi vida, al igual que la de ellos, había cambiado. Desde pequeña he sentido pasión por la arquitectura pero jamás me había planteado por qué. Esa semana entendí que la arquitectura va más allá de construir espacios materiales, se trata de construir sueños y sonrisas, de crear reuniones familiares, concebir refugios y oportunidades. El pequeño Daro, con su risa tan única y peculiar, me hizo entender que le mejoramos un poquito la vida en sólo cuatro días. Fue un periodo corto de tiempo que estuvimos allí compartiendo, construyendo, trabajando… cuatro días que aún tantos meses después, me acompañan todos los días. ¿Qué no daría yo por más sonrisas como la de Daro?
Los siguientes días, se resumen en un trabajo imparable: el esfuerzo de trabajar duro para adelantar lo máximo posible. Nos convertimos en grandes observadores y aprendimos increíbles técnicas de los jemeres. Nos sorprendieron sus ingeniosas habilidades para buscar soluciones: si les faltaba alguna herramienta, por ejemplo, no dudaban en agarrar un trozo viejo de madera de la antigua casa y crear un nuevo utensilio. También aprendimos de sus métodos y maniobras para sujetarse y no necesitar un arnés: recuerdo, el tercer día, cuando estábamos construyendo el techo, como un jemer subió a la parte más alta de la casa y comenzó a martillear el techo, al principio, nos quedamos impactados por la rapidez y la facilidad con la que subió, pero a los pocos minutos ya estábamos todos arriba ayudándolo y aprendiendo de él.
Pablo y Jacobo construyendo el suelo.
La familia al completo junto al equipo de construcción una vez finalizada la vivienda. Daro es el pequeño que coge la mano derecha de Alejandra.
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